20 de diciembre de 2008

El Gobierno de Cristina (un balance de su gestión)

Por Nicolás Jaime
Director de Senda Política y Social

Dos cosas muy importantes ocurrieron durante este primer año de mandato presidencial de Cristina Fernández: en primer lugar, las expectativas de transformación y renovación de la política y la reconstrucción institucional fueron quedando cada vez más en el arcón repleto de las ilusiones perdidas de los argentinos. En segundo lugar, la ingobernabilidad apareció como una posibilidad concreta, incluso con el kirchnerismo en el poder, con un Congreso que se rebelaba, con fuerzas sociales que desbordaban los encuadres propuestos desde la Casa Rosada, con medios de comunicación en total plan opositor y de ya ocuparse de anunciar lo nuevo que vendría.


Todo lo cual resultaba sumamente paradójico en una etapa
inaugurada bajo promesas electorales oficialistas de “normalidad”, una vez que desde el mismo Gobierno se anunciaba la salida del infierno.

El primer año del gobierno de Cristina Kirchner transcurrió bajo el signo de la conflictividad política. Poco tiempo después de su asunción estalló el escándalo de la valija -llegada a Ezeiza desde Venezuela- cargada de dólares. Una oscura trama protagonizada por un grupo de empresarios de ese país, abiertamente utilizada por el gobierno de Estados Unidos y amplificada por los principales medios de comunicación locales, salpicó al gobierno nacional y terminó rápidamente con la luna de miel del comienzo del período presidencial. A partir de entonces, es difícil encontrar días de paz política y social en Argentina.

No hay modo de entender la convulsión política de este año si no se concibe al gobierno de Cristina como el segundo capítulo de la saga iniciada por el gobierno de Néstor Kirchner. El mismo talante decisionista, concentrador de poder y amigo de la sorpresa, que en el primer período favoreció un proceso de recuperación de la autoridad política en el país después de la época de desorden y licuación del poder que siguió a la caída del gobierno de la Alianza, pasó a ser un factor de tensión política durante este primer tramo de la nueva presidencia kirchnerista.

En realidad, el cambio en el clima político del país ya se había empezado a insinuar en el último tramo del anterior gobierno: la campaña electoral -aun en condiciones de certeza generalizada respecto del triunfo del oficialismo- se desarrolló en un ambiente de denuncias y escándalos mediáticos contra el Gobierno. La inminencia de un apagón generalizado, la profecía de accidentes de aviación y la amenaza de una inflación desbocada se combinó con la saga del dinero encontrado en el baño de la ex ministra Felisa Miceli y hasta con el fugaz show montado alrededor de una denuncia que afirmaba que la entonces candidata oficialista no había obtenido el título de abogada que afirmaba poseer.

La conflictividad de estos tiempos no tiene nada de sorpresiva. Existen variados sectores tradicionales de poder que desde el comienzo mismo de la gestión kirchnerista -y, más acentuadamente, después de que el gobierno asumido en 2003 puso en marcha una inesperada agenda de reformas progresistas- la enfrentaron duramente. Ni la negociación de la deuda externa, ni el juicio a la corte menemista y la designación de su nueva composición, ni la reapertura de los juicios contra los terroristas de Estado transcurrieron en un clima de consenso y paz ideológica. Sin embargo, la resistencia conservadora de aquellos días no logró mellar la popularidad presidencial ni calar profundamente en la sensibilidad pública mayoritaria.

¿Por qué, entonces, el apoyo social a Cristina sí se vio considerablemente afectado por el clima de conflictividad durante este último año? De echo según una encuesta realizada por Poliarquía Consultores el mes de septiembre establee que la imagen positiva de Cristina Fernández de Kirchner alcanzó durante ese mes al 28% de la población (el 8% dijo tener una muy buena imagen de la Presidenta, mientras que el 20% dijo tener una imagen buena). Mientras tanto, el 36% de la población tiene una imagen regular y el 34% de los entrevistados la evalúa negativamente.

Es evidente que la posición mediático-política encontró el talón de Aquiles del kirchnerismo: las clases medias, cuyo respaldo electoral al oficialismo había mostrado claramente sus límites en la elección del año último, no tienen “sintonía cultural” con el Gobierno. La explicación del fenómeno tiene sus complejidades.

Existe, en estos sectores, una tradición antiperonista que se potenció en la medida en que los Kirchner fueron abandonando, en los hechos, la propuesta de apoyar su gobierno en una coalición plural, no limitada a la tradicional maquinaria del Partido Justicialista. Por otro lado, gradualmente desdibujada la memoria del caos de 2001 y 2002 y naturalizado el mejoramiento económico y social que lo siguió, las exigencias en esa materia se hacen cada vez mayores. Particularmente, las presiones inflacionarias, inevitables en un contexto de crecimiento alto y continuado de más de cinco años y mal ocultadas por la manipulación de las cifras oficiales, reavivan el malestar y el temor por el futuro. No en último lugar de importancia explicativa hay que situar el profundo cambio cultural que estos sectores han experimentado en la década del noventa; el ethos individualista, antiestatista y antipolítico, y la noción de los “derechos individuales” como razón última de la democracia, han echado profundas raíces en estos sectores. El kirchnerismo generó ilusiones en ellos mientras pudo aparecer como una novedad política, acompañada, además, por innegables avances económicos.

El encanto se deteriora cuando la política muestra el signo de la continuidad y las mejoras económicas se estabilizan y, a la vez, se complican, una vez que termina el período “fácil” de la recuperación.

El largo episodio de la protesta agraria fue, sin duda, el más influyente en esta nueva escena. El innegable error de cálculo gubernamental corresponde a una insuficiente percepción de los cambios de clima político.

La Resolución 125 fue la continuidad de una política de retenciones a las exportaciones que el gobierno anterior había desarrollado durante todo su período y formaba parte de las políticas públicas esperables de la nueva gestión. Pero la política no es solamente una determinada sucesión de decisiones prácticas más o menos sustentadas por orientaciones programáticas o valores ideológicos. Es, también y esencialmente, comunicación, acumulación de confianza, creación de sentido, desarrollo de fuerzas propias y neutralización de las adversarias. El conflicto del campo puso en escena los límites políticos del estilo de gobierno desarrollado hasta allí.

Sería, sin embargo, una grosera e ingenua simplificación pensar que la conflictividad política argentina es un mero subproducto de problemas de estilo gubernamental o de malentendidos políticos resultantes de un insuficiente diálogo. Así lo afirman quienes creen, o dicen creer, que los problemas políticos argentinos se solucionan con la creación de “amplios consensos”, como si éstos fueran fruto exclusivo de una buena tecnología de mediación y no tuvieran relación con la existencia de fuertes tensiones y contradicciones sociales.

Desde el sentido común mediático se difunde el siguiente esquema explicativo: el Gobierno tiene una inclinación natural a los conflictos, y eso hace que diferencias perfectamente conversables se conviertan en contenciosos intensos e insolubles. Para creer en ese relato, alcanza con pensar que la experiencia política de los noventa fue un ensayo económico neutral, cuyo fracaso se debió a una serie de impericias técnicas y no a un proyecto de alcance mundial que, en la Argentina, produjo una gigantesca redistribución regresiva de la riqueza y un histórico retroceso del conjunto nacional.

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